Una vez dentro, la majestuosidad arquitectónica del gran aposento contrasta con un ambiente de tranquilidad, donde la fría brisa exalta las siluetas de las hojas de añejos árboles , cuyo sonido armoniza la estancia. Al caminar por los caminos empedrados, o por los estrechos corredores, una sensación de querer ver cuanto más se pueda toma por sorpresa la voluntad personal. De hecho seguir investigando y conociendo aquel lugar, se vuelve cada vez más pertinente.
Girar la cabeza hacia un lado y ver los antiguos y llamativos mausoleos, vestigios de arte y respeto a la muerte (aunque algunos clamen por reparaciones) , pero que siempre despiertan asombro. Mirar hacia el otro lado y contemplar los grandes pabellones llenos de lápidas; en ellas infinidad de nombres y de fechas inscritas o pintadas sobre llamativos nichos grabados con símbolos religiosos, perfectos ejemplos de la tradición cristiana de un pueblo que con gran afición y lealtad a su Cementerio de San Diego, sigue visitando y enterrando a sus familiares en este verdadero patrimonio de la ciudad de Quito.
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